INTERMEDIO
Uno de tantos autobuses autobuses salía de Madrid. La noche daba a su fin y por el oeste, esforzando un poco la vista, aún se podían ver algunas estrellas.
En la novena fila del lado derecho, en el asiento interior, un joven de pelo rizado y aire pensativo observaba al conductor por el espejo central: se apreciaba el paso de los años en su rostro; las arrugas, marcadas y resecas, delataban una vida en el campo, llena de penalidades.
Continuó escrutando a los viajeros: delante y detrás suyo todos dormitaban; en el autobús sólo había otra persona despierta, en su misma fila de asientos, al otro lado del pasillo. La miró fijamente: zapatos negros de poco tacón, pantalón vaquero, jersey azul de lana y pendientes en forma de anillo: dedos finos y largos, uñas cortas y sin pintar; cara pálida, boca grande de labios finos, nariz pequeña y unos preciosos ojos azules, escondidos tras la rubia melena, que lo miraban con curiosidad.
Instantes después el sol naciente iluminó el cabello de la joven y él intentó resistirse a mirarla pero no pudo. "¡Es hermosa!", pensó. Ella sonreía. "¡Hola!, ¿qué tal estás?" decían sus ojos.
En los momentos felices hasta el más vulgar ruido resulta agradable. El ronroneo del motor se prestaba a ser oído como una melodía: era un sonido suave, casi inaudible, pero cuando el autobús subía una pendiente aumentaba de volumen hasta llenarlo todo. En el resto de sus vidas, cada vez que oyeran un sonido simular adoptaría quizás una mueca de melancolía y entornarían los ojos. Él recordará aquellas manos cuidadas que sujetando la cabeza de ella la asemejaban a una escultura clásica; en la mente de ella volverá a dibujarse aquel chico sin afeitar y despeinado que, a simple vista, sólo sabía sonreír y mirarla.
Una parada de diez minutos en la pequeña estación de un pueblo. "¡Qué cansancio de viaje!, ¡qué día tan bueno hace!, ¿por qué no nos quedamos aquí y nos marchamos en el último autobús de esta noche?".
Y se quedaron. El equipaje en el bar de la estación, gestos desenfadados y provisiones para una comida campestre.
El paraje tardaron en elegirlo: la hierba verde y alta a un lado del camino; al otro, un riachuelo discurría entre rocas redondeadas por el tiempo. En la claridad del despejado día aquello parecía un rincón del paraíso.
. . . . .
Un pensionado madrileño. En la tercera planta la puerta al fondo del pasillo estaba entreabierta. Si alguien se acercara vería una pequeña habitación: la cama sin hacer, a su lado, en el suelo, un mono de trabajo azul; los islotes de grasa delataban que su propietario era mecánico. A la derecha se veía una fuente de luz; asomando un poco la cabeza por la puerta se podría observar una mesa plagada de libros. En uno de ellos se leía un nombre y tras éste, las siglas U.N.E.D. en caracteres más grandes. Un joven estaba sentado a la mesa; la calculadora en una mano, en la otra el bolígrafo. Eran ya más de las doce de la noche y en su cara se reflejaba el cansancio.
Pasaron cinco minutos. Apagó la calculadora, colocó los libros en la mesa medianamente y se levantó. Sacó del bolsillo un billete de autobús para esa misma noche, lo ojeó brevemente y tras unos instantes de inmovilidad miró la fotografía que presidía su cama, era una imagen familiar.
Compuso ligeramente las mantas de la cama y cerró la puerta. Instantes después la luz se apagó.
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La oscuridad impedía ver los escaparates. Caminaba únicamente acompañada por el rítmico taconeo de sus zapatos sobre la acera; era peligroso andar sola por las calles de noche y una locura hacerlo por callejones sin luz. Intentó desterrar este pensamiento para tranquilizarse; sólo quería oír su taconeo, era un sonido que le pertenecía.
Una nueva calle y al final de la misma un parque; dos hombres medio borrachos ocupaban uno de los bancos. La vieron, murmuraron algunas palabras y tras levantarse caminaron hacia ella. Aligeró el paso, ya se vislumbraba a unos doscientos metros el cartel de la estación de autobuses, su destino.
Oía las palabras obscenas y las risotadas de los hombres cada vez más cerca; tragó saliva y aligeró el paso.
Escasa distancia la separaba de ellos cuando entró en la estación. En el vestíbulo se volvió para mirarlos: pasaron de largo. Se preguntó que la hubiera ocurrido si la puerta hubiera estado cerrada, o si allí dentro no hubiera habido todavía nadie: "¡quizá nada, o quizá..., mejor no pensarlo!".
Se acercó a la ventanilla y compró el billete. El autobús salía a las seis. Busco un sitio libre para sentarse a esperar, faltaba media hora.
F I N
¡ T I E R R A !
En la madrugada del día doce de octubre de mi cuatrocientos noventa y dos, el marinero Juan Rodríguez Bermejo, llamado Rodrigo de Triana, fue el primer europeo en divisar el continente americano…
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Yo figuro en muy pocos libros de historia; en la mayor parte de ellos se hace mención al almirante Colón y a los hermanos Pinzón exclusivamente. Algunos refieren que fui yo quién avistó, el primero, la isla de Guanahani. Casi nadie conoce mi verdadero nombre: los libros dicen “… uno al que llamaban Rodrigo de Triana…” pocos cuentan que me llamo Juan, menos aún mencionan el año de mi nacimiento, casi ninguno cita el nombre de mis padres.
Siempre ha habido mucha polémica sobre el natalicio del almirante Colón; que si es de Génova, que si nació en Navarra, que si su origen es portugués, ¡claro!, todos quieren apuntarse ser cuna de tan insigne aventurero. “¿Quién descubrió América?”, pregunta el profesor; “Cristóbal Colón”, responde el niño aplicado.
Lo que no sabe ese alumno es que el almirante no se subía a la cofa de la carabela, que no tenía que trepar por la jarcia, con cuidado, para no caer al mar, o peor aún, sobre la cubierta de la nave. Allá arriba, a veces, cuando hay niebla, el viento corta la respiración; cuando el barco cabecea entre las olas el mástil oscila cual péndulo de reloj. El almirante descansaba en su camarote, bajo la toldilla, mientras el marinero de turno, con las manos heladas, se aferraba al mástil para no caer al vacío.
Recuerdo muy bien aquel día; aquella madrugada del doce de octubre yo estaba en la cofa de la Pinta. La noche anterior se había visto una luz en el horizonte, tras casi mes y medio de navegación sin ver tierra ya no sabíamos que pensar. El día diez encontramos un mástil flotando en la mar. Es curioso, un mes antes, apenas de haber zarpado de Canarias, encontramos un gran pedazo de otro mástil sobre el agua.
Llevábamos unos días muy nerviosos, la mayor parte de la tripulación quería volver a puerto. Es cierto que habíamos visto patos volando la noche del día nueve, pero también vimos pájaros una semana antes y la tierra seguía sin aparecer; eran ya demasiados días con un horizonte de agua y nubes.
Al final, entre Martín Alonso y Colón nos convencieron para continuar, tres días más, si no hallábamos tierra regresaríamos a España.
Aquella mañana, la del día doce, y estaba oteando el horizonte desde la Pinta. La Santa María y la Niña nos seguían a poca distancia. Siempre éramos nosotros los que llevábamos la delantera, por ser nuestro barco más ligero que los otros dos.
Llevaba los ojos clavados en la línea de separación de mar y cielo, esperando descubrir la tierra o el barco del que pudo partir la luz que habíamos divisado de noche. Al principio dudé de si lo que veía era un espejismo. A lo lejos se dibujaba, entre la bruma, la silueta de una isla. Durante los muchos viajes que he realizado en mi vida había visto innumerables veces tierra en el horizonte, pero ahora dudaba de que fuera cierto. Esperé unos instantes, hasta estar seguro; por fin grité con toda mi alma: “¡tierra, tierra!”.
Rápidamente salieron a cubierta los demás marineros; también Martín, el capitán, y su hermano Francisco, el maestre. Creíamos haber llegado a Asia por la ruta de occidente.
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Durante los días en que la expedición se preparaba, no estuve muy decidido a unirme a la misma. Colón era extranjero, recién llegado a España, no me fiaba de sus intenciones, a decir verdad, casi ninguno de los ciento veinte marineros que al final salimos del puerto de Palos confiábamos en é. Fue Martín Alonso quién nos ofreció garantías y accedimos a acompañarles.
Siempre he pensado que el almirante estaba loco. Tenía la obsesión de que la Tierra era redonda y de que llegaría a las costas asiáticas atravesando el Atlántico: “la Tierra tiene la forma de una pera”, decía. Había leído muchos relatos de navegantes y de astrónomos, pero necesitaba de ilusos como nosotros para demostrar sus teorías. Había prometido una recompensa de diez mil maravedises a quién avistara primero tierra firme. ¡Todo lo que tenía de enigmático lo tenía también de desvergonzado! ¡Yo descubrí América para su gloria y no vi ni una cochina moneda de lo que me pertenecía!
Según el contrato que había firmado con los monarcas españoles, Colón obtenía los títulos de almirante, virrey y gobernador de los territorios descubiertos, así como la décima parte de cuanto oro, plata y demás riquezas encontrase. Nosotros, por el contrario, cargábamos con el trabajo: cosiendo velas, fregando la carabela… Realizando todas las faenas necesarias para el mantenimiento del barco y de la tripulación.
Mientras tanto, Colón se encerraba en su camarote, con sus mapas e instrumentos de navegación, escribiendo un diario en el que anotaba más millas de las que nos confesaba haber recorrido. Dicen que murió sin saber que había descubierto un nuevo continente. ¡Le está bien empleado, cómo castigo por no cumplir con sus promesas y engañar a la tripulación!
Los pinzones no se quedaban atrás en falta de escrúpulos, más bien al contrario, aventajaban al almirante. Si Martín no hubiera ayudado a Colón, la expedición nunca hubiera salido de puerto; llegó, incluso, a prestarle el dinero que le faltaba, además de aportar dos carabelas.
Lo peor de los hermanos era su falta de consideración para con nosotros; no recuerdo cuál de ellos aconsejó al almirante que ahorcara a los que querían volver a casa. ¡Matarlos por desear el volver a ver a sus familias, el no perecer por falta de comida en el interminable océano! Suerte que Colón tenía más corazón que áquellos y no les hizo caso.
Los pinzones, ¡menuda pandilla! Como eran los propietarios de los barcos, amén de capitanes, hacían y deshacían a su antojo. Martín nombró maestre de la Pinta a su hermano Francisco, sin más razones que la de haber nacido de la misma madre. ¡Igual que yo, que con gran trabajo conseguí, quince años después de esta aventura, alcanzar ese cargo en un barco!
La historia está llena de carroña, de basura. Cuando les pregunten “¿quién descubrió América?, contesten “Juan Rodríguez Bermejo”, que cuando Cristóbal Colón vio la isla que él llamó San Salvador, yo llevaba ya un rato contemplándola.
F I N
PASIÓN POR UNA MONTAÑA
I
En la provincia de Ávila, entre los municipios de Zapardiel de la Ribera y Candeleda se levanta el pico “Almanzor”, que con sus dos mil quinientos noventa y dos metros de altitud es el punto más alto de Castilla.
Su majestuosa silueta domina el paisaje de una amplia comarca, siendo visible en días claros incluso a cientos de kilómetros de distancia.
Para llegar a él, existen tres rutas principales: una de ellas desde la pedanía de El Raso (la más larga), otra desde el puerto de Candeleda y otra desde la “Plataforma” (la más corta, accediendo hasta dicho paraje por una tortuosa carretera desde el municipio de Hoyos del Espino). Todas estas rutas discurren por estrechas y pedregosas veredas de creciente dificultad, que a medida que se adentran en el “Circo de Gredos” convierten el recorrido en una aventura para titanes.
En todos los casos, el ascenso final al pico se realiza por la llamada “Portilla del Crampón”, donde la inicial vereda desaparece entre moles graníticas, con pendientes casi imposibles, que terminan en una escarpada pared de afiladas aristas, culminada por una pequeñísima plataforma, y a pocos metros de ésta la estrecha cumbre, señalizada con un vértice geodésico y una cruz, a cuyos pies una placa recuerda al osado montañero el nombre del pico y su altura sobre el nivel del mar.
Esta ascensión, agotadora y con tramos no exentos de riesgo en los meses de verano, se convierte en sumamente peligrosa cuando el viento, la nieve y el hielo se adueñan del lugar, cobrándose casi todos los años la vida de alguno de los que osan tocar el cielo desde su cumbre.
II
Son las siete de la mañana, quedan escasos minutos para que el dorado Apolo asome su faz entre las montañas y, pese a estar a finales del mes de mayo, la temperatura apenas alcanza los dos o tres grados sobre cero.
El solitario guerrero, armado apenas de un bastón y unas botas de montaña, quiere conquistar esa escarpada cumbre que le ha obsesionado desde que pasara su niñez en un pueblo toledano. Esa aguja apuntando al cielo, sobresaliendo entre las cumbres que la circundan; blanca durante los meses invernales, de color oscuro el resto del año, muchos días oculta por las nubes y siembre presente cuando dirigía su vista hacia el norte.
El trayecto se inicia por una calzada empedrada rodeada de escasa vegetación, típica de la alta montaña, lo que evidencia que el paraje está cubierto de nieve gran parte del año. Tras unos pocos metros el suelo empieza a inclinarse en una ligera pendiente que casi no le abandonará hasta llegar al mirador desde el que le han dicho que se divisa la grandiosidad del “Circo de Gredos”.
Cuando los rayos del sol se asoman a la fría mañana se encuentra con dos ejemplares de macho montés, que altivos continúan su camino, apenas acelerando un poco su marcha, hasta que se pierden entre una vegetación de tomillos y piornos.
Tras una hora de camino la vegetación se hace más densa, y frente a nuestro caminante un manto de nubes hace presagiar que están ocultando a la preciosa joya que viene a buscar. Llega por fin al mirador de “Los Barrerones” en el que un cartel explicativo muestra todos los picos, las portillas y las lagunas que desde allí se pueden contemplar. Algún día el caminante, en otra visita, comprobaría que ese pequeño cartel colocado sobre una peana de piedra, serviría de refugio ante una repentina tormenta de nieve, con rachas de viento que al azotar el rostro provocan que los músculos de la cara se agarroten.
A los pies del mirador se puede ver la “Laguna Grande” y a su lado una pequeñísima y oscura edificación: es el refugio “Eola”.
Tras una breve espera las nubes se desvanecen y uno tras otro, los picos de Gredos aparecen majestuosos ante su vista: frente a él preside el paisaje la “Galena” y un poco más a la izquierda, al fondo del semicírculo, el objetivo anhelado, la montaña que un día enamorara al caudillo musulmán al que debe su nombre, el pico “Almanzor”. El viajero no puede contener la emoción al verlo desde tan cerca, pareciera que lo pude alcanzar extendiendo la mano. Sin embargo, aún quedan varias horas de sufrida marcha antes de poder divisar Castilla desde su cumbre.
Pese a que el sol ha alcanzado ya una notable altura, la temperatura no asciende en igual medida. Aún hay restos de nieve en las zonas de umbría, lo que provoca que el aire circundante sea gélido, por lo que el montañero reanuda la sostenida marcha, consiguiendo con el movimiento que su cuerpo genere el calor que no puede recibir del exterior.
El descenso hasta la laguna permite recuperar en parte las fuerzas perdidas en el leve ascenso anterior, acelerando un poco la marcha. En esta etapa del trayecto, el aventurero encuentra algunas tiendas de campaña y a sus moradores preparándose para iniciar una jornada de montaña.
En el refugio hay una intensa actividad y varios grupos de excursionistas salen en diferentes direcciones: las lagunas, el mirador… y el “Almanzor”.
Momentos después una intensa niebla arropa por completo el Circo y desaparecen las referencias para la ascensión: todas las piedras parecen iguales, no existen veredas marcadas, sólo pequeños montoncitos de piedras con irregular separación, y lo único que cabe es ascender por encima de la niebla para poder orientarse.
La pendiente se hace cada vez más penosa. Los pasos se acortan y la respiración se convierte en jadeante, y tras una hora de ascensión lo que nuestro caminante ha coronado es la “Portilla de los Machos”. Entre él y la “Portilla Bermeja”, que debería ser su objetivo, se encuentra el peligroso “Cuchillar de la Navajas”, cuyo nombre responde perfectamente a la forma en que están dispuestas las rocas que lo forman. Desde allí puede ver, a mucha distancia, un pico que araña el cielo, coronado por una columna blanca: ¡ es el pico Almanzor con su vértice geodésico!. El sufrimiento sólo acaba de empezar.
El cansancio se acumula, las piernas empiezan a pesar, cada paso se convierte en un esfuerzo, hay que buscar la senda menos peligrosa, hay que seguir la referencia de la “Portilla Bermeja”, hay que caminar con cuidado para no tropezar, hay que intentar olvidar que se está caminando por un terreno imposible para poder continuar.
Una vez en la ansiada “Portilla Bermeja”, nuestro caminante come y bebe un poco, pero no mucho, que las provisiones tienen que durar toda la jornada, e inicia el descenso para acceder unos cientos de metros ladera abajo a la “Portilla de Crampón”, desde la que se atacará la cima. El descenso no es más liviano que la subida, ya las piernas están agotadas y cada paso en un suplicio y el viajero respira confiado cuando consigue alcanzar la empinada rampa que lo llevará directo hacia su objetivo.
La “Portilla del Crampón”, atacada por un montañero que haya descansado toda la noche en el refugio se hace dura. Esa dureza se hace extrema para una persona que inicie su marcha desde la “Plataforma”; y se acerca a la gesta si por despiste o falta de visibilidad se confunde el recorrido teniendo que hacer subidas y bajadas innecesarias. Las rampas alcanzan pendientes inimaginables, en algunos tramos, parece que las piedras están colocadas literalmente sobre la cabeza del viajero, que van a rodas hacia abajo arrastrando todo lo que encuentren a su paso. Subir se hace imposible… pero hay que continuar.
III
Tengo que seguir, aunque las piernas no me respondan, aunque me ahogue por la falta de aire, aunque la pendiente se ponga vertical.
He soñado muchos días con venir hasta aquí, y ahora estoy en medio del infierno, pero puedo adivinar la cumbre ahí enfrente; cada paso que doy me acerco más a ella, puedo sentir como me llama. Tengo que conseguirlo, no ha límites para la resistencia humana, “lo difícil se hace inmediatamente, lo imposible se tarda un poco más”, es un lema del que se quieren apropiar diversas instituciones, pero que es válido para todos los mortales que persiguen un sueño, y el mío está ahí, esperándome, en forma de montaña. Si consigo llegar a ella no me traicionará, porque la montaña es muy especial: no perdona errores, pero tampoco traiciona. Si eres tenaz y no te rindes, si mantienes todos tus sentidos en el objetivo, la conquistarás, y te entregará lo que tanto has soñado…podrás ver el mundo desde el cielo; pero como te equivoques, como desfallezcas, como resbales, como tropieces, hay unos pocos metros de caída libre hasta que una dura roca te frene en seco. Ahí terminará tu sueño y la montaña no llorará por ti, pero te acogerá en su seno. Sería la muerte menos mala que se puede tener, la que sobreviene mientras se lucha por lo que de verdad se anhela.
Agárrate a las piedras como si en ello te fuera la vida, olvídate de que te duelen las piernas, no pienses en los brazos agarrotados por el esfuerzo; piensa sólo en ella, acuérdate de que dentro de un rato no habrá nadie en toda Castilla más alto que tú. Confía en tus fuerzas, como has oído algunas veces, no se conoce el límite de las resistencia humana. Aunque tengas que comerte las piedras a bocados no puedes fallar… continúa adelante.
IV
El último tramo de la “Portilla del Crampón” se convierte en un angosto pasillo entre las moles de roca que la flanquean a derecha e izquierda. Allí paran a recuperar fuerzas los osados visitantes de la moradas de los dioses, antes de lanzar el último ataque a la montaña. Allí también esperan los acompañantes a los que les falta el ánimo suficiente para afrontar los últimos metros, y también los más peligrosos, de la ascensión.
Nuestro protagonista no duda ni un solo instante en que esa pared que se encuentra a su derecha tiene que ser franqueada por él. Ayudado de pies, cuerpo, manos y hasta las uñas va superando los últimos obstáculos, consciente de que si problemática es la subida sin ayuda de cuerdas, más dificultades presentará el descenso, pero ahora no es momento de pensar en eso; hay que centrarse en buscar la ruta sino fácil, si la menos peligrosa, para coronar la cima.
Este último tramo curiosamente resulta menos agotador, quizá por el ánimo que da el saberse al final del trayecto, o tal vez porque, aunque el desnivel es máximo, la distancia a recorrer es escasa, o por que el contacto con la diosa montaña insufla el aire que falta. Lo cierto es que a nuestro visitante se le hace más llevadero, aunque muchísimo más peligroso.
Tras unos minutos de extrema tensión, llega a la pequeña plataforma situada al lado del vértice geodésico. Allí descansan y se hacen fotos unos jóvenes que le han precedido en el ascenso. Por vez primera puede observar junto a él, sobre un montón de rocas que sobresale apenas unos metros por encima de la plataforma, el cilindro blanco con la placa del Instituto Geográfico Nacional, al que se sujeta una pequeña cruz de color negro. La impaciencia le hace acercarse rápidamente hacia ellos, como si fuera atraído por un imán. La cima es tan estrecha que tiene que sujetarse al vértice geodésico para evitar que el fuerte viento le haga caer. Desde allí y con una amplia sonrisa en los labios observa el mundo circundante: los valles que parten desde el pié de la montaña, las nubes que la abrazan… Y en ese instante siente que su cuerpo es más ligero, que el aire es más puro, que la vida le sonríe. Y al sur se puede ver la “Laguna Grande”, a la que habrá de volver y superar en el descenso, con el cansancio acumulado, camino de la carretera que llega hasta la “Plataforma”. Pero eso será después; ahora todo es Paz, ahora todo es amor correspondido entre él y la diosa madre de las montañas, porque para él, ese es el “Chomolungma” de su Castilla natal.
V
Nunca ha vuelto a coronar la cima. A lo largo de su vida ha conseguido subir a otras montañas, algunas más altas, otras casi desconocidas a las que muy pocos se acercan, pero ninguna le ha marcado tanto como ésta.
En numerosas ocasiones ha vuelto atraído por la magia de su montaña, para sentir el magnetismo que se incrementa al sentirla cerca. Ha estado en su proximidades en diversas épocas del año, por la ruta de El Raso, por Candeleda, por la “Plataforma”; tanto en verano como en invierno, con sol, con nubes, con nieve y con lluvia. cuando la contempla siempre le invade la pasión que sintió el día que la coronó y se queda ensimismado por largo rato escudriñando todo el entorno con los prismáticos, fijándose en cada roca, hasta captar los más mínimos detalles, y ha llegado al convencimiento de que está enamorado de ella.
VI
Toda mi vida te tuve cerca, me fui fijando en ti, me fuiste hechizando hasta conquistarme, y sentí la necesidad de conquistarte.
Pero no fue fácil, el verdadero amor tiene que superar complicadas pruebas para afianzarse y conseguirte es la más dura de todas, pero también la más placentera.
A nadie discriminas, sólo niegas tus encantos a los faltos de constancia y espíritu de sacrificio. Únicamente los débiles quedaran sin hollar tu cumbre.
Ahora tengo miedo de que si alguna vez vuelvo a ti se rompa el encanto de esa primera vez y poco a poco te alejes de mi pensamiento; por eso no quiero volver, prefiero tener en los labios la miel de aquel primer encuentro y poseerte siempre en mi recuerdo.
F I N
CONFIDENCIAS A UNA MONTAÑA
I
¿Por qué la mayoría de las montañas tienen nombres masculinos?, muy pocas de ellas se acuerdan del género femenino en su apelativo. Curiosamente, en casi todos los casos, las personas que las bautizaron fueron hombres, de lo que deduzco que nunca hollaron su cumbre.
Porque la atracción que las montañas ejercen sobre los hombres (sobre las mujeres no lo he podido experimentar en carne propia) es arrolladora e indescriptible. Nadie que haya llegado a una cima, con esfuerzo, puede dejar de experimentar poderosos sentimientos hacia la mole que tiene bajo sus pies en ese momento.
Pero si la montaña es de ascensión difícil, de esas que se tardan varias horas en coronar, de las que te hacen detenerte varias veces para tomar aliento, entonces el sentimiento se convierte en pasión: te enamoras de ella.
Porque la montaña es la máxima expresión de la tierra, que se eleva hasta tocar el cielo, y el senderista que alcanza la cima se convierte en su conquistador, como si hubiera ligado con la más guapa del baile.
Pero el amor a las montañas no es monógamo: se las ama a todas a la vez. No se puede renunciar a ninguna de ellas porque todas tienen algo que las demás no pueden darte.
En este relato voy a hablar de mi experiencia amorosa con el “Rocigalgo”, que con sus 1.444 metros es la montaña más alta de la provincia de Toledo, cuya cima he visitado en dos ocasiones.
II
El día ha amanecido soleado y frío, como corresponde al mes de diciembre. He iniciado el viaje nervioso, porque hoy volvería a verte. Hace ya más de dos años que te visité por primera vez, en un nuboso día de primavera. Entonces no sabía como eras, si me costaría mucho esfuerzo llegar a ti, entonces estaba nervioso, como un jovenzuelo que acude a una cita con una chica por primera vez. Ahora los nervios son mayores, porque ya nos conocemos y no puedo defraudarte.
Al abandonar la carretera, para internarme por la pista forestal, no puedo dejar de mirar a todas las montañas que circundan tus dominios. Tus hermanas, celosas de tu altura, forman un círculo a tu alrededor para que nadie pueda verte; pero sus precauciones tiene un punto débil: han dejado abierto un valle por el que se puede llegar a hasta tí.
¿Por qué ejerces tanta atracción?, no eres de las más altas, tampoco de las más hermosas, no albergas vegetación endémica, ni especies animales únicas, y para colmo de males, tu cima está afeada por repetidores y vallas. La belleza no siempre es evidente, la tuya está en el misterio, en la historia, en el simbolismo: ¿cuántos fugitivos se habrán ocultado en tus alrededores a lo largo de los siglos?, seguro que les dabas cobijo, y tus aguas apaciguaban su sed y les brindaban peces con los que alimentarse.
No eres muy alta, pero llegar a ti no es fácil. Son casi tres horas de camino, buscando la vereda que se pierde, franqueando pequeñas dificultades del terreno, y finalmente, ascendiendo por la fuerte pendiente de último tramo y alcanzar la amplia explanada de la cima.
Me recuerdas al Mulhacén. No te sientas celosa, pero de esa montaña también estoy enamorado. Tu loma tiene la misma forma y casi la misma orientación. Bien es verdad que os separa la altura, pero no por eso te voy a querer menos, o es que acaso el amor se mide por la altura de los seres que se lo profesan.
A medida que me acercaba al reencuentro, la emoción me ayudaba a apresurar el paso, pese al cansancio, porque no podía sustraerme a tu llamada a lo largo del cauce del arroyo, entre el denso robledal o al afrontar las rampas más duras del cortafuegos.
Cuando he alcanzado tu cumbre, por segunda vez en mi vida, me he sentido aún más feliz que en la primera ocasión. No se si te has dado cuenta, pero sin hablar te estaba diciendo lo feliz que me sentía de estar allí, lo mucho que te he extrañado y la irreparable sensación de vacío que me quedaría cuando me fuera.
No has cambiado mucho desde la otra vez, en vosotras el tiempo pasa lento. Lo que continúa afeándote un poco son esas antenas y vallas. Debería estar prohibido colocar semejantes artilugios en las proximidades de bellezas naturales como la tuya, pero ya sabes, no se puede esperar mucho del género humano.
¡Qué suerte tienes!, desde tu emplazamiento puedes ver a todos tus hermanos, los montes de la provincia Toledo, que se rinden a tus pies. Claro que también desde aquí se divisa el Sistema Central, con tus primos, que se alzan altivos; y sobre todos ellos, el “Almanzor”, al que puedes ver si miras justo al norte: allí lo tienes orgulloso de ser más joven, más alto y de adornarse con nieve todo el invierno ¡a ti te dura tan pocos días!. No estés celosa de él: sabes que también lo quiero, pero no más ni menos que a ti, porque en mi corazón tengo un rinconcito para cada una de las montañas que he visitado, y también para algunas que solo en sueños lo he podido hacer, hasta ahora, como el “Chomolugma”, fíjate, está si que tiene nombre de femenino, ya que quiere decir en tibetano “la diosa madre de las montañas”, bueno que eso ya lo sabías, porque es tu madre.
Ya me tengo que ir, si no te importa, te voy a sacar unas fotografías y así intentar llevarme algo de tu magia, aunque nada puede sustituir tu cercanía. Seguramente luego enseñaré esas imágenes a mucha gente, para que puedan conocerte y saber lo bonita que eres: estoy orgulloso de ti y quiero que lo sepa el mundo entero.
No te preocupes si en mi descenso me vuelvo para mirarte en varias ocasiones. Seguro que me repondré y acabaré asumiendo que la distancia puede separarnos físicamente, porque lo que si te puedo asegurar es que en mi mente seguirás presente todos los días, y además, el día que menos te lo esperes vuelvo a hacerte una visita, porque, ¿verdad que tú estarás aquí siempre esperando?.
F I N
TORRECERREDO
¿Por qué me lo pones tan difícil?, si sabes que te quiero. Desde que oí hablar de ti no pude quitarte de mi mente; recreándome con tus fotografías, en las que aparecías siempre altiva, inaccesible.
Por fin llegó el día de conocerte. Inicié mi marcha nocturna por una casi imperceptible vereda. El premio llegó con la alborada, adivinándose en lontananza tu inquietante silueta presidiendo el níveo paisaje.
Pero poco después, cuando ya casi te rozaba con los dedos, llegó un inoportuno resbalón y una brusca caída entre las descarnadas rocas, que finalizó suavemente en una hermosa ladera nevada.
F I N
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