Hace algún tiempo escuché a un miembro del Grupo de Rescate e Intervención en Montaña de la Guardia Civil decir en un programa televisivo una frase que se me quedó grabada: Si la montaña no quiere, no sales vivo de ella. Por aquel entonces ya tenía yo alguna experiencia al respecto, lo que me permitió comprender lo acertado de dicha afirmación en toda su amplitud.
No hace falta haber viajado al Himalaya ni intentado escalar el Chomolungma para ser consciente de los peligros que se arrostran al intentar conquistar una montaña. Si las condiciones meteorológicas son adversas, basta una cima de 1 500 m de altitud para comprender que nos adentramos en un mundo muy por encima de las posibilidades humanas, en las que se pierde la completa seguridad sobre el desarrollo de nuestras acciones, para ponernos en manos del azar, si bien es cierto que, dependiendo de nuestra experiencia, se puede aminorar el riesgo al que nos exponemos, aunque nunca eliminar por completo.
No conozco a nadie que no le guste ver un paisaje nevado; pero algunos afortunados, entre los que me cuento, hemos tenido el privilegio caminar sobre el níveo elemento en altura, disfrutando de unas vistas inigualables de todo el entorno; pero esa nieve se convierte en un factor de peligro, sobre todo cuando aparece en forma de hielo o, peor aún, si es nieve no suficientemente afirmada. Hace pocos días, una amiga montañera me dijo: Con nieve no hay montaña fácil, y no puedo estar más de acuerdo con su apreciación, porque puedes haber realizado una ruta varias veces hasta conocer al detalle cada punto del recorrido, pero como aparezca la nieve, el riesgo de sufrir un accidente siempre estará presente, multiplicándose exponencialmente si la nevada está acompañada de niebla o, peor aún, de viento.
Esa irrefrenable fuerza gravitatoria solo puede ser modulada por el sentido común, o en caso de que falle, como suele ser frecuente, por el recuerdo de algún palo; porque pese a lo que nos intenten hacer creer en esta sociedad avanzada, arruinada y sin valores del siglo XXI, lo que se aprende a palos es lo que deja una huella indeleble en nosotros. No hay nada mejor que el recuerdo de una experiencia accidentada en la montaña para que al vernos en una situación similar, una voz interior nos diga ¿pero que coño haces aquí?, y nos guíe a retroceder. Claro, que para consumar esa retirada, se requiere que la montaña sea cómplice y nos dé un aviso, porque como ya dije al principio de este artículo, si la montaña no quiere, no salimos vivos de allí.
El caso concreto que me ha llevado a escribir esta reflexión sucedió en una montaña que apenas supera los 2 000 metros de altitud, situada en la provincia de Guadalajara, a escasos 3 km de distancia de los dos gigantes regionales: el pico del Lobo al norte y el pico Cerrón al oeste. Una ruta que en tiempo veraniego no pasaría de ser un cómodo paseo con un mínimo esfuerzo por recorrer algo más de 12 km , superando un desnivel acumulado de unos 800 m ; se convierte, en razón de la nieve acumulada en las proximidades de la cima, en una peligrosa ascensión con nieve poco afirmada, lo que genera un alto riesgo de despeñarse, sobre todo si se afrontan los últimos metros hacia la cumbre. En mi caso, intentando superar ese tramo, me falló el agarre del pie izquierdo, con la suerte de que el crampón colocado en el pie derecho se mantuvo firme, así como el seguro que suponía el piolet clavado en la nieve.